sábado, 13 de junio de 2009
Homenatge a Duckadam
Anda la culerada muy tritranquila después de su excelsa temporada, aunque sin dejar de mirar por el rabillo del ojo lo que ACS hombre que no deja de reclutar fichajes de relumbrón para el noble y bélico adalid.
Hay agravios históricos que nunca se olvidan, quizás porque pertenezcan ya al relato más interiorizado de un club. Para ese victimismo intrínseco, con Franco se vivía mejor.
A menudo nos embriaga la sensación de haber deseado disfrutar de ciertos acontecimientos históricos que no vivimos en primera persona. No quiero elevar la final de Copa de Europa de 1986 a esas cotas de relevancia, pero tampoco me pasa inadvertido que este evento se ningunee sistemáticamente por parte de la historiografía oficial.
De ahí que hoy me apetezca reconocer a Duckadam en este texto. Tampoco puedo negar cierta delectación al informarme de lo que esa final supuso para el FCB. El título lo he escogido seleccionando estos dos ingredientes y parafraseando así una paradigmática obra de Orwell. Situémonos.
Cataluña con unas recién recuperadas instituciones de autogobierno en proceso de consolidación, Barcelona a punto de ser nombrada sede olímpica, Sevilla como escenario de una final (esa conexión catalano-andaluza tan típica del socialismo español) y más de 50000 culés presentes en el estadio ante una exigua representación de seguidores del Steaua de Bucarest, víctima propiciatoria a pesar de contar con extraordinarios jugadores como Lakatus, Balint o Belodedici. Y Duckadam.
No podían perder. Después de caer ante el Benfica en 1961 podían empezar a recortar distancias con aquellas míticas seis Copas de Europa en blanco y negro.
Pero perdieron.
"No se puede jugar una final con Pedraza". Es una frase que me suele espetar un amigo. Y seguramente con toda la razón del mundo. Él falló el segundo penalti culé de la tanda, pero no fue el único. Hasta cuatro jugadores del Barça marraron las penas máximas, oscureciendo el que podría haber sido el más glorioso y estruendoso "Urruti t´estimo!" de la historia.
Defendiendo la portería rumana se encontraba un larguirucho bigotudo. Helmut Duckadam. Su figura se engrandeció esa noche hasta el punto de convertirse en imbatible. Tanto que después de atajar todos los penaltis que le lanzaron su popularidad subió como la espuma y eso no le hizo mucha gracia a Ceaucescu.
Las leyendas urbanas cuentan que la Securitate le rompió los dedos de las manos para que nunca más pudiera ejercer su profesión, también se dijo que el desencadenante de la tortura fue el regalo de un Mercedes Benz por parte de Ramón Mendoza (un lujo burgués fuera del alcance del proletariado) y que después de la explosión de Chernóbil se aconsejó al portero que no tocara el balón porque podría haber recogido partículas peligrosas. ¿Se imaginan peor castigo para un guardameta que no poder contactar con el esférico?
El caso es que Duckadam nunca aclaró suficientemente los motivos de su desaparición tras su mayor hito deportivo. Volvió en 1989 para defender las mallas de un modesto equipo, pero los problemas siguieron marcando su trayectoria y su precaria situación económica le forzó incluso a vender esos guantes que en la final de Sevilla retenía ante las demandas ansiosas de los precanis que le atosigaban en el Sánchez Pizjuán tras su gesta.
Y como todo acontecimiento local acaba teniendo sus repercusiones globales en esta sociedad tan mundializada no hay que olvidar que a nosotros también nos tocó la pedrea de la final. Y nunca mejor dicho, por lo que cuentan las crónicas que sucedió en El Cabanyal al paso de los trenes que transportaban desde Sevilla a los culés.
En fin, exhibir desde un vagón una pancarta con el lema "Catalunya saluda a Àfrica" en aquellos convulsos tiempos de la Batalla de Valencia no parece la mejor idea para reposar los ánimos después de una noche de emociones fuertes.
Almogàvers del siglo XX con La Gota de gasolina que colma el vaso.
Y Duckadam ajeno a su futuro inmediato.
Va por ti, maestro!
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