lunes, 13 de abril de 2009

Ochentadictos


Formo parte de una curiosa especie de humanos que siente atracción por la década de los ochenta del siglo XX.
Tengo constancia de que esta querencia no es minoritaria y eso la convierte ya casi en tendencia. También he corroborado que la mayoría de los que la integramos hemos nacido en el decenio referido, aunque no hemos sido conscientes prácticamente de ninguno de sus acontecimientos por hallarnos aún en los primeros años de nuestras respectivas infancias.
Los recuerdos ochenteros resultan borrosos y fragmentarios, pero basta la aparición de unas imágenes televisivas con esa nitidez y brillo tan característicos y reconocibles para inspirarnos. Y si no nos reenganchamos a la primera con el revival llega la erre amarillenta y parpadeante para recabar nuestra atención.
Algunos amigos me han espetado varias veces que no tiene sentido magnificar una década que no destaca por sus jalones históricos. En ese aspecto tienen razón, a pesar de que quizás el encanto historicista de la misma resida en que los traumáticos sucesos de los años venideros se estaban gestando por entonces y sus síntomas más superficiales ya resultaban ostensibles ante los análisis más críticos.
Reagan y Thatcher dando una vuelta de tuerca al conservadurismo de los socios atlantistas. Pero también Lech Walesa o Desmond Tutu mostrando otra forma de hacer política. Conflictos bélicos que con el paso del tiempo parecen todavía más anacrónicos que en su día (Afganistán, Malvinas, Nicaragua…) y una Guerra Fría cuya disuasión por la capacidad de destrucción mutua hemos acabado “añorando” ante las imprevisibles consecuencias del terrorismo global.
Decenio de transición en el mundo y de Transición en España. Y con la consolidación de las instituciones democráticas y el modelo de ruptura pactada por las elites que implicaba como corolario la desmovilización de la política a pie de calle llegó también el inevitable desencanto y el Cojo Mantecas como símbolo de la frustración de los sectores sociales más ideologizados ante la rigidez y burocratización de la democracia formal.
Sin embargo, las imágenes de las concentraciones políticas de esa época me parecen emocionantes, aunque no comparta los objetivos de la mayoría de ellas. Otros mensajes, otras posibilidades y un escenario más abierto. Más pasión, más ingenuidad; en resumen, más ilusionante.
Una de las pocas reminiscencias que conservo de esa época me retrotrae al visionado de la última emisión de la Edad de Oro, programa musical-cultural fetiche de los ochenta hispanos. Quizás sorprenda que este recuerdo haya llegado tan aislado hasta mi memoria actualizada, pero que en aquel espacio se estuviera dilucidando la elección de la mejor canción de toda una época no era moco de pavo y mi mente parece que así lo entendió. Presenciando las reposiciones de algunos de los mejores momentos de aquel programa comprobé que el premio recayó en Groenlandia de Los Zombies.
No puedo estar más de acuerdo con el espíritu de la elección. Mereció la pena guardar en un recóndito rincón del cerebro (o en los anillos de Saturno) aquel detalle para redescubrirlo a posteriori.
Antes de esta anamnesis ya me había aprestado a acopiar discos del sello Contraseña que encontraba por casa de mi tía para imbuirme de aquel sonido tan electrónico del que por aquel entonces estaba imbuida la música internacional y que tanto me fascinaba. Paralelamente me grababa mis selecciones favoritas de pop español ochentero a partir de los mil y un recopilatorios ad hoc que aparecieron en el mercado.
De ahí a la profundización en las discografías o antologías de Siniestro Total, Los Nikis o Los Ramones como iconos del carácter desenfrenado y desinhibido que tuvo la década para los jóvenes.
Quizás resulte incomprensible añorar algo que jamás se experimentó a conciencia. Realmente la explicación ha de estribar en valorar de forma idealizada las aportaciones de la década anterior tamizadas por unos gustos que, gestados en los noventa, no se han identificado plenamente con las corrientes estéticas o musicales de la juventud del momento.
En mi instituto o caías del lado de los que fijaban Chocolate o Masía como segunda residencia o te alistabas a la abigarrada legión de seguidores del heavy metal o el rock duro. Sin despreciar alianzas coyunturales con los dos sectores antagónicos, la siempre exigua Tercera Vía buscaba su espacio natural a ritmo de Radio Futura, Los Flechazos o The Clash sin demasiada fortuna.
Y hasta aquí hemos llegado, a punto de culminar un nuevo decenio y reconstruyendo cada noche de jarana nuestro Penta particular.
Siempre parcialmente. Siempre a nuestra manera.
Es lo que tiene ser unos relativistas individualistas.
Como la cantaban Los Rebeldes: Ésta es mi generación!

2 comentarios:

  1. "No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió." J. Sabina.

    Interesante análisis histórico, Entrópico. Sin embargo, en cuanto a la idealización de la década, no sé, aquello, fueron diez años de paro y heroína. A menudo se nos olvida. Mejor dejarlo para los documentales, no?

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  2. He tenido presente esa cita de Sabina durante toda la escritura del texto. Su toque fatalista aparece matizado en los últimos párrafos, al fin y al cabo son los que despejan la añoranza y aducen la condición ventajista de disfrutar recordando lo que nos gustó de aquella década. Obviamente, en el mismo proceso, y de forma nuevamente oportunista, se enmarca no experienciar las penurias que sin duda también se suscitaron, aunque la exposición de las mismas que has hecho es igualmente atomizada y tampoco resulta totalmente representativa de los ochenta. Por añadir algún ejemplo más, aparte de lo que has comentado, también se puede considerar que ese decenio fue el de mayor virulencia del terrorismo en el Estado español.
    Sin embargo, tampoco podemos olvidar el salto cualitativo que implica empezar después de casi medio siglo toda una década con el retorno de la democracia por delante.
    Quizás radique ahí esa idealización que ha pervivido hasta nuestros días.
    Saludos y buen debate!

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