sábado, 24 de octubre de 2009
Atribulados
Parte del país (con minúsculas, al otro le preocupan los litigios acerca del fútbol televisado) se solivianta por la aparición pública de las hijas de Zapatero, ataviadas al estilo siniestro-gótico, en una foto protocolaria de presidentes de Estado y primeras damas.
Como ya se ha escrito suficiente sobre la inconveniencia de la instantánea a efectos formales y respecto a cuestiones morales derivadas del atuendo de las féminas no profundizaré en estos aspectos, ya que considero que tampoco voy a aportar nada nuevo a estas alturas de la corrida.
Sin embargo, todo el debate generado da pie a vislumbrar la ignorancia con la que la opinión publicada analiza el fenómeno de las tribus urbanas en España. Nada que ver con la literatura que produce Gran Bretaña sobre esta compleja realidad, con estudios profundos y sistemáticos sobre el punk, los hooligans y su subcultura casual o los mods. Por estos lares la bibliografía, salvo honrosas excepciones, se limita al sensacionalismo a caballo entre Temas de Hoy y su correlato audiovisual de El Mundo Televisión. No en vano, la juventud inglesa fue la primera en moldear estéticamente su tiempo de ocio, allá por los sesenta del siglo pasado, cuando a la generación de la explosión juvenil le sonaban lejanas las penurias relativas a la II Guerra Mundial que les contaban los carcas de sus padres. Como era de esperar, en España se aplazó (y deformó) la recepción de todas estas tendencias estéticas. Mientras allende el Atlántico llegaba el aire fresco de la superación de una postguerra mundial en la piel de toro la conflagración doméstica dejó casi 40 años de lastre y demonios familiares.
La interpretación de las subculturas urbanas por parte de la generación de nuestros padres es heredera de la adormilada realidad de los 25 años de Paz. Resulta evidente que se hacen un tremendo lío con estas cuestiones y que lo que más les llama la atención son las vertientes más estéticas y superficiales.
En eso no difieren gran cosa de los jóvenes.
Para colmo, los popes de las editoriales generalistas y de consumo de masas añaden más confusión a este enmarañado embrollo. Es el caso del libro La edad del pavo, de Alejandra Vallejo-Nágera, que mi madre debió de adquirir en algún momento de suma desorientación en lo relativo a mis desajustes hormonales o los de mi hermano. Leí sorprendido en el apartado dedicado a las tribus urbanas que los ingleses que realizaban actos vandálicos en los estadios de fútbol y alrededores se denominaban hooligers, que los mods escuchaban con fruición Depeche Mode o que los SHARP eran los skins racistas.
Por desgracia, los sociólogos tampoco han aportado la luz necesaria a este proceloso e intrincado ámbito para ellos. Sin plantearse ni de lejos la posición de observador-participante (esta figura la suele impostar algún proyecto de vocacional periodista de guerra al que envían provisto de una cámara oculta a los mataderos más diversos) han ventilado sus análisis sobre las subculturas juveniles remitiéndose a un cóctel de teorías de cariz antropológico y sublimaciones freudianas. Para escribir un capítulo introductorio resulta aceptable, pero la tozudez de la realidad exige mayor rigor y acercamiento al objeto de estudio. Y menos prejucicios. Naturalmente, no se puede hablar con propiedad de rockers sin asistir a sus conciertos, de ultras sin pasar por las gradas de animación ni de bakalas sin un poco de convivencia con ellos en las discotecas y parkings adyacentes. Una sociedad acrítica por definición y prisionera del culto a la imagen característico de la videocracia imperante hace el resto y como resultado obtenemos una muestra difusa de artículos a vuelapluma de periodistas sabelotodo, eclécticos dossieres de urgencia y mínimo rigor y amarillistas reportajes audiovisuales para epatar al burgués, es decir, a ese telespectador al que se presume como ideológicamente decente desde posiciones conservadoras.
No obstante, existe la posibilidad de eludir este marasmo y acaparar algunos conocimientos válidos sobre la materia. Sin ir más lejos, se puede recurrir al ameno e introductorio libro El ritmo de los tribus de Pepe Colubi. Y de paso, comenzar a reflexionar sobre este fenómeno concediéndole un papel de correlato a la evolución de las tendencias musicales de la juventud.
Una buena manera de empezar a vestirse por los pies.
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