viernes, 15 de octubre de 2010

Mater dolorosa


La obra de Álvarez Junco parte del interés que el autor observa por lo que respecta al nacionalismo históricamente y, en especial, en las últimas décadas. Otro factor que inspira la realización de su trabajo son las lagunas que constata en lo concerniente al tratamiento académico e intelectual de la identidad española, concepto que él no pone en duda por el hecho de que haya existido una estructura política en Europa que ha respondido, con leves variantes, al nombre “España”, cuyas fronteras se han mantenido estables a lo largo de los últimos quinientos años. En el marco de la introducción a su estudio del nacionalismo en España (centrándose especialmente en la evolución de los caracteres identitarios españoles durante el siglo XIX), el autor explicita que su utilización del término nación en el texto sirve para designar aquellos grupos humanos que creen compartir unas características culturales comunes –lengua, raza, historia, religión- y que, basándose en ellas, consideran legítimo poseer un poder político. La conexión de este concepto con el de nacionalismo la establecerá mediante el recurso a la doctrina o principio político de acuerdo con el cual cada pueblo o nación tiene el derecho a ejercer el poder soberano sobre el territorio en que habita; lo que en la práctica significa que a cada entidad cultural debe corresponder un Estado u organización política independiente, y que éstos sólo son legítimos si se ajustan a las realidades étnicas previas. El enfoque instrumentalista será el marco teórico elegido por el autor para llevar a cabo su inmersión en las cuestiones claves del desarrollo del nacionalismo español.
Álvarez Junco comienza a rebuscar en el acontecer histórico premisas que den fundamento a la posterior aparición de un patriotismo de carácter étnico en España. En primer lugar, llama la atención sobre el levantamiento de la “Guerra de la Independencia” de 1808 como fecha fundacional de la afirmación nacional española. Después, en el Cádiz de las Cortes de 1812, se sustituyeron por primera vez los términos heredados de “reino” y “monarquía” por “nación, patria y pueblo”. Parece que podemos, por tanto, partir de la hipótesis de que en 1808 existía algún tipo de identidad colectiva que respondía al nombre de española, y que ésta venía de la Edad Moderna, es decir, del período anterior a la era de las naciones. El nombre de la nación provenía de la Antigüedad clásica, aunque sus primeras utilizaciones solían responder únicamente a la descripción de un emplazamiento geográfico. La llegada de los visigodos a Hispania y el inicio de la Reconquista del territorio peninsular frente a los invasores musulmanes ayudaron a consolidar el gentilicio “español”, posiblemente procedente de un vocablo extranjero. De todas formas, esta identidad española, distaba aún de poder ser considerada como una identidad nacional española. El proceso de formación de una identidad “española” giró alrededor de la monarquía. A finales del siglo XV, los reyes comenzaron a imponerse sobre el fraccionamiento feudal y crearon un espacio político de grandes dimensiones, con lo que añadieron una perspectiva política al inicial significado geográfico y cultural de la palabra “España”. Aunque continuaban destacando el cristianismo y la monarquía como ejes básicos en la definición de la identidad colectiva, se puede decir que a lo largo de los primeros Borbones se detecta una tendencia creciente a la presentación del poder en términos de linaje o cultura colectiva, lo que no hace sino desarrollar el patriotismo étnico iniciado bajo los Habsburgo. Ya en el siglo XVIII, es posible afirmar que se dieron importantes pasos en el proceso de homogeneización cultural, paralelos a los que fomentó la centralización administrativa.
Retornando a 1808, se deja constancia en el libro de que desde ese momento se puede empezar a hablar de nacionalismo en sentido contemporáneo. El patriotismo étnico pasó a ser plenamente nacional y el sentimiento de españolidad quedaba ratificado como un excelente punto de partida para dar el pistoletazo de salida al proceso de nacionalización contemporáneo. Sin embargo, a las elites liberales que patrimonializaron este patriotismo se les escapaba la complejidad y el carácter multidimensional que habían generado el levantamiento contra los franceses. Sería la experiencia la que les demostraría después la perduración en el imaginario colectivo de grandes problemas para definir esa “España” que era crucial para su proyecto político: como mínimo, tenían que conseguir que no se identificase sólo, ni principalmente, con la religión heredada, la lealtad al rey y la adhesión a los valores nobiliarios tradicionales, sino que sirviera de base para la construcción de un Estado moderno y una estructura política participativa; por otro lado, era preciso no cuestionar la unidad y la fuerza de este ente político que deseaban construir.
La promoción de la memoria histórica patriótica siguió los patrones tradicionales. Se reforzaba de esta manera el lugar de la “Guerra de la Independencia” en la mitología nacionalista, como coronación de la gloriosa serie de reconquistas del paraíso patrio. La belicosidad y la obstinada defensa de la identidad nacional frente a toda agresión foránea se reafirmaban también como rasgos perennes del carácter colectivo. La afirmación de la unidad y la independencia nacionales y el reforzamiento del Estado tal como existían eran el correlato que se buscaba mediante la proclamación de la existencia del ente nacional desde la noche de los tiempos y la constatación del progresivo avance de ese ente hacia la unidad política como logro colectivo.
De lo dicho se puede sacar la conclusión de que los artistas e intelectuales habían llevado a cabo una labor importante en la construcción de un edificio cultural que diera sustento al proceso de nacionalización. Sin embargo, los notables liberales que capitaneaban este proyecto, más tarde apoyados también por el ejército, perdieron el apoyo regio y popular a sus políticas reformistas, que comenzaron a ser vistas como incomprensibles y extrañas. La pugna entre elites –clero, intelectualidad laica, ejército- que salpicó este contexto sometió al Estado a bruscos vaivenes en su orientación política, carente de legitimidad y de recursos, y ello provocó que no se pudiera culminar exitosamente la construcción cultural realizada por las elites intelectuales.
Por otra parte, no se debe soslayar el tortuoso proceso de formación de la identidad española alternativa a la liberal que acabaron representando los nacional-católicos. Los mitologemas nacionales asociados a la defensa de la religión católica por parte de los españoles y la defensa de España desde los Habsburgo de los ideales contrarreformistas frente a las ideas protestantes que se esparcían por Europa están en la base del imaginario colectivo de los católicos prenacionales, que eran hostiles a la idea de nación, considerada como extranjerizante y unida a conceptos laicos como el racionalismo o el liberalismo. Sin embargo, y a pesar de la relevancia que ha podido alcanzar esta idea de España como baluarte del catolicismo frente a la herejía luterana, hay que aclarar que la relación entre la Iglesia y las distintas monarquías no estuvo exenta de polémica e inestabilidad y que en las decisiones tomadas por los reyes en política internacional primaron los cálculos e intereses dinásticos de éstos sobre las cuestiones religiosas e ideológicas. El conservadurismo español rechazó a principios del XIX esgrimir las ideas patrióticas a favor de sus objetivos políticos y el mejor ejemplo de lo dicho lo constituyen los carlistas, que de sus dogmas “Dios, patria, rey”, sólo otorgaron auténtica significación al primero de ellos, teniendo “patria” un significado prácticamente opuesto a “nación”.
Desde mediados del XIX iban a ser los intelectuales neocatólicos los que iniciarían la consolidación de la identificación de la entidad nacional llamada “España” con el catolicismo, requiriendo esta iniciativa una reelaboración teórica de la historia nacional que remitía el paraíso hispano a Carlos V, Felipe II, los teólogos de Trento y la victoria de Lepanto, frente a la edad de oro que los liberales situaban en la Edad Media y simbolizada por las libertades forales y el juramento regio ante las Cortes aragonesas, según la nueva fase mítica que habían reformulado.
La Revolución de 1868 iba a suponer la aparición en escena del nacionalcatolicismo, ante los temores que suscitaban el internacionalismo, el laicismo o el cantonalismo. Entre el pragmatismo político de Cánovas del Castillo, las aportaciones intelectuales de ciertos pensadores católicos y las imprescindibles obras de Menéndez Pelayo, se informó una construcción intelectual católico-conservadora que estaba marcada por el ralliement auspiciado por El Vaticano, que aconsejó a los católicos integrarse en los nuevos sistemas parlamentarios y abandonar progresivamente el absolutismo monárquico. El nacionalcatolicismo se fraguó desde que la Iglesia empezó a nacionalizar su mensaje y apelaba a la opinión conservadora como españoles en primer lugar, aunque eso signifique también católicos. De todas formas, las actitudes conservadoras prenacionales y las nacionalcatólicas son a veces difíciles de distinguir, ya que se entrecruzan y, al mismo tiempo, enfatizan primordialmente los conceptos “Dios” y “España”, respectivamente. Ambas tienen en común que son culturas de resistencia, lo cual dotará al nacionalismo español resultante de estas tradiciones de una ideología defensiva, fundamentalmente ante el cambio de las estructuras sociales y la amenaza de la desintegración del Estado, lo cual también definía las posturas que consideraban antiespañolas.
Conforme avanzaba el siglo XIX, al no involucrarse España en guerras exteriores ni volver a sufrir amenazas fronterizas, no se reforzaron ni los sentimientos patrióticos ni la imbricación de la sociedad en el Estado. Únicamente podemos señalar las incursiones bélicas en África y las últimas batallas que se libraron en América y que culminaron con la pérdida de los últimos vestigios del antiguo imperio colonial español. Por otra parte, es interesante citar la opinión de Juan Linz, que diagnosticó en 1973 el problema del siglo XIX como una “crisis de penetración” del Estado, incapaz de influir política y culturalmente en la sociedad por medio de instituciones educativas o de valores y símbolos aceptables para el conjunto de los ciudadanos. De todas formas, tampoco hemos de reflexionar sobre esta opinión en términos absolutos y concluir que la escasa eficiencia del proceso nacionalizador generó una débil identidad española, ya que se realizaron esfuerzos significativos por crear y expandir una “conciencia nacional” que antes era prácticamente inexistente. Prueba de ello es que el Estado ha subsistido, aunque con problemas a lo largo del siglo XX. En la sólo relativa implantación en algunas zonas de España de un sentimiento identitario español fuerte podemos buscar las causas del surgimiento de diversos nacionalismos que rivalizarían con el español.
Por último, y retomando la dicotomía establecida entre las dos visiones antagónicas de España que se habían formado durante el siglo XIX, éstas ahondarán en sus diferencias en las primeras décadas del siglo XX. El nacionalismo conservador mantuvo su escisión de lealtades entre Dios y la Patria y contó con el apoyo de los militares, que trataban de afirmar al Estado en nombre de la nación en una época convulsa en la que el mundo conservador acabó sintiendo que la religión, la propiedad, la familia e incluso la nación estaban en peligro en el marco de un revolución liberal. De esta manera, lograron cohesionar su visión nacional más que la de los nacionalistas “republicanos”, herederos del nacionalismo laico-progresista del XIX, cuyos valores políticos amalgamaban conceptos como el progreso, la libertad, la democracia, la educación, el civismo, la igualdad, la revolución social y el federalismo.

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